jueves, 8 de noviembre de 2018

De cuándo viví en Paris

Si vamos romantizar un metro, tiene que ser el de Paris.

Les voy a contar que era mi cumpleaños 19, yo todavía quería ser actriz y mi primo Chris me dijo que fuera al ensayo de una amiga suya que estaba montando una obra para que me diera algún papel. Yo fui a pesar de estar muerta de miedo porque mi francés no estaba como para participar de una obra de teatro. La cosa es que salí flotando de ahí, entre mi cumpleaños, el teatro, la idea de hacer algo con ellos.

Iba de regreso. Entré al metro y me senté a esperar junto a un señor que después me percaté que estaba hablando por teléfono EN ESPAÑOL todo fresa. Tenía el cuello del abrigo levantado y un sombrero. No podía verle la cara pero uno cuando no está en su país, atiende de más cuando escucha su lengua materna y se emociona como menso. Llegó el metro y abordamos. El señor se sentó frente a mi y seguía hablando desde su celular, cuando logré verle la cara se me revolvió culerísimo el estómago porque tenía toda la sensación bien adentro de que ese wey era mi papá, no se cómo pero así se sentía en mis intestinos. (Para estas alturas ya deben suponerse que no lo conozco, que jamás he hablado con él, que sólo tengo una foto maltratada de esas que te toma una fotógrafa que más tarde vuelve para venderte las impresiones y así es). Me miró. Nos miramos. Se le desbarató la mueca, se paró, se bajó de prisa en la siguiente estación. Pensé seguirlo pero me frené. Sentía el corazón en la garganta.

Llegué a casa y le conté todo a Oli, le describí al señor y ella confirmaba mis sospechas, que la voz de mirrey, que la ceja tupida, que la gordura.

Tal vez me inventé esta historia, embriagada por el misticismo que tienen los cumpleaños, tal vez, como dijera Sabina, una broma macabra del destino. Nunca lo voy a saber de cierto pero cuando regresé a vivir a Mexico y entré a la universidad, a mis amigas les gustó tanto que en esa basamos nuestro primer cortometraje Maracas. Luego se los enseño.

lunes, 5 de noviembre de 2018

La magia existe

Últimamente me cuestiono mucho el aguante que tenemos a la angustia, cómo no soportamos dos gramos de incertidumbre porque queremos correr a los brazos del pasado que nos incomoda pero nos ofrece todas las certidumbres. Retorcidas y rancias, pero certidumbres.

Llevaba días emocionada pensando en los momentos invaluables que estaba a punto de vivir. Y así fue.

Llenos de angustia, de incomodidad, de verdades a la cara como pescados fríos y muertos y hediondos. Llenos de incomodidad y de respuestas a preguntas que ni siquiera tenía frescas porque, como varias preguntas, estaban guardadas en el cajón de cosas que quién sabe si me atrevo a averiguar la respuesta. Llevaba todo este año lenta, aletargada en mi toma de decisiones, consciente de que tengo que hacer algo distinto pero sin la fuerza, sin las agallas, sin la claridad.

Era viernes y como todos sabemos, las cosas realmente importantes suceden los viernes, incluso aunque el día en cuestión insista en que se llama de otra manera.

Tenía la cabeza volada porque aquél que siempre me había querido bonito y con todo y sin miedo ni exigencias, me estaba ignorando, me estaba escondiendo, me estaba exigiendo comprensión. No voy a mentir, estuve dándole muchas vueltas porque me daba pena necesitar respuestas, necesitar explicaciones, me daba vergüenza necesitar. Necesitar.

¿Te da miedo que te vean conmigo? Si.

Se me derrumbaron las torres de cartas que había construido para los dos, sopló un viento frío, helado, que lo tumbó todo. Reclamé claridad, reclamé la verdad, reclamé las mentiras, reclamé estar, reclamé no saber. Lloré, me reí del coraje, me callé.

La explicación fue miedo a que yo no fuera, miedo a que yo me alejara y me pareció muy absurdo porque con ese trato, tarde o temprano me iba a alejar. Tenía ganas de salir corriendo como siempre lo hago ante las situaciones incómodas pero me quedé. Recé, tengo que aceptarlo. Recé por sabiduría, por claridad, por inteligencia.

No se si la tuve, pero a partir de ahí disfruté cada momento, los instantes surgían como verdades necesarias y oportunas. Dejé de estar sumergida en un nosotros idealizado, para volverse todo acerca de mi y acerca de todas mis dudas existenciales cocinadas al vapor por lo menos durante lo que va del dos mil dieciocho.

De pronto estaba ante mi con un amor menos artificial y más crudo en la mano, recién extirpado y chorreándome de entre los dedos en forma de espesa y hermosa sangre. Un amor que requiere de intimidad y de muchos momentos de confrontación para construirse, que se nutre de las veces que legitimo mis dudas, mis angustias, pero sobretodo mis intuiciones. De pronto el viaje se trató de encontrarme. De pronto ahí estaba yo, bien fuerte y bien vulnerable.

Hablamos mucho y cada uno expuso sus motivos y sus conclusiones. En realidad fuimos dos personas monologando, más que conversando. Dos en catarsis. Uno junto al otro. Medio escuchándose, medio contestándose, medio acompañándose. Nada más lo necesario. Lo fuimos.

Al día siguiente, caminé por la orilla de la playa. Con las piernas metidas en el mar, hasta las rodillas. Era un mar frío, helado, despertante, que despabilaba y acompañaba con su agua que me impulsaba y me aclaraba el pensamiento. Pensé mucho.

Pensé que quiero vivir en una playa así, tranquila, sin turistas, sin hoteles grandotes, ni estrategias apabullantes para atraer visitas. Quiero un lugar donde ser esta mezcla de alegrías y tristezas, donde sonreír sola ante las algas que me recuerdan colas de sirenas, donde exploro conchas que las olas empujan como llevándolas a puerto seguro en lo que ellas se revuelven. Donde mirar muchachas comiendo plátanos tumbadas en sus toallas de playa. Donde mirar papás haciendo señas con los brazos para asesorar a su hijo de nueve años en el concurso de surfistas de la ciudad. Pensé en mis fortunas, en mis amores: me llegó un comentario de David donde me hablaba de mi imaginación, mi entereza, mi alma, mi alegría de vivir y de ver lo que la gente común no ve en los demás. Llevaba desde el día anterior sintiendo que estaba haciéndolo todo mal y las palabras de David, como siempre, me regresaron a mi, me recordaron la fortuna de ser yo y de tener personas que me alcanzan a ver.

Finalmente regresé y disfruté cada instante nada más por la fortuna de estar viva y despierta.
Fuimos a Tijuana cantando boleros y rancheras, entre José Alfredo y Los Panchos nos dedicamos frases que, según nosotros, fueron escritas para nosotros en esos momentos, nos gritamos palabras a la cara mientras, a la izquierda, el sol pintaba de rosa y de naranja el cielo mientras se metía al mar. Un escenario perfecto para amar muy cabrón la vida, muy cabrón ese momento, muy cabrón.

Llegamos a la ciudad y las calles eran arenosas, en el ambiente había polvo que le daba un toque de estar en un sueño. Llegamos a la avenida que buscábamos y nos estacionamos, salimos a caminar, nos tomamos algo y recorrimos las calles llenas de música, de teibols y prostitutas. Vi de frente el surrealismo de Tijuana y me encantó.

Ayer volví a mi ciudad pero soy otra, lo veo en cómo me llena de alegría sentir tanto de ver este caos que es todo, que soy yo. Gracias por tanta claridad, por tantas enseñanzas, tanta fortuna. La magia existe.