domingo, 19 de enero de 2014

El otro día volé

Un día medio lejano soñé a mi amigo pelirrojo de la secundaria.
Estábamos en la secundaria, hablábamos un idioma raro, que ni yo ni él entendíamos pero igual lo hablábamos porque creíamos que algo dentro de nosotros, más poderoso que nosotros, sí lo entendía y con eso bastaba. En ese idioma extraño nos poníamos de acuerdo para irnos de ahí. Donde quiera que fuera ahí, nos iríamos, ya estaba decidido, era un pacto de amigos de secundaria y los pactos de amigos de secundaria son irrevocables, irrompibles y de una seriedad absoluta.

Caminábamos hacía nuestras casas porque en mi sueño vivíamos cerca uno del otro y pasábamos por sus cosas para irnos. Empacaba sus cosas en un gran pedazo de tela: tres playeras: una verde, una roja que combinara con su cabello y una negra y un DVD cuyo título no alcazaba a ver. Se despedía de su mamá, luego de su papá, los abrazaba fuerte y yo lo miraba impaciente. Yo sentía la panza revuelta y en la cabeza tenía muchas preguntas que pasaban rápido, rápido como la información en la barrita inferior de los noticieros: ¿De verdad me quería ir? ¿A dónde? ¿Por qué con él? ¿Qué pondría en mi maleta? ¿Cuál es mi color favorito? ¿Qué pasará con la escuela? ¿Me quiero ir? ¿Por qué? ¿Quiere decir que siempre voy a tener que estar con él?

Yo iba a mi casa a empacar mis cosas: un cuaderno para escribirlo y dibujarlo todo, una falda bonita y mis tennis. No había nadie así que no me despedía ni del perro. Mejor- pensaba. Caminábamos con nuestras cosas al hombro. No hablábamos, tal vez cada uno estaba repasando los motivos por los que nos íbamos de ahí. Tal vez estábamos pensando en qué comeríamos al llegar y si tendríamos frío en el camino.

Llegábamos a un terreno baldío, ahí estaban nuestras bicicletas (¿yo tenía bicicleta?) Acomodábamos nuestros triques en la canastita de adelante, montábamos la bicicleta y comenzábamos a pedalear, yo iba enfrente, él me seguía. Andábamos por una calle larga, larga. Hacía un calor perfecto, el viento favorecía nuestro camino y yo sentía una felicidad de esas que tatúan la sonrisa en la boca que es muy difícil de quitar.
De repente, nos elevábamos en las bicis. Poco a poco tomábamos más y más altura, la felicidad era inmensa, no había miedo ni dudas ni futuro ni pasado.
Sabía que estaba soñando pero ya no estaba cuestionando el sueño, era lo mejor que me había pasado.

Mi mamá, mi mamá estaba agitando los brazos desde abajo, me hablaba, algo quería, algo se me había olvidado. Tenía algo en la mano. Mi suéter azul marino. Lo había olvidado y no podía irme sin él, me daría frío en el camino y me arrepentiría de no haberle hecho caso a mi mamá. Mi mamá.

Bajábamos, tomaba el suéter y volvíamos a agarrar vuelo para elevarnos y retomar el camino, La felicidad otra vez, el presente sin pasado ni futuro, la mente concentrada en el vuelo, la noche, las estrellas, el pedaleo, él y yo.

Mi mamá, había olvidado otra cosa ¿qué trae en la mano? No alcanzo a ver, debemos bajar de nuevo.

Despierto. Despierto y sonrío porque volé.